Por Guillermo Cifuentes
“A donde irá veloz y fatigada la golondrina que de aquí se va por si en el viento se hallara extraviada buscando abrigo y no lo encontrará”. Narciso Serradel
No es que sea el bendito expediente. Es que, parafraseando a Bécquer, las golondrinas que aprendieron vuestros nombres, ésas no volverán. O es que, como se dice en dominicano, “ya la pava no pone donde ponía”.
La crisis, cuya existencia ya casi no se pone en duda, instala muchas nuevas interrogantes. La primera de esta semana es para dónde arrancarán los enamorados de las nuevas políticas sociales, de la transparencia, de la lucha contra la corrupción que terminaron justo en la línea de flotación del barco. ¿Es que siguen tocando en la orquesta en espera de algún huracán salvador?
La lucha contra la impunidad comprende también el fin de la impunidad política. Cada uno es responsable por sus dichos y por sus hechos y los cómplices pasivos –y activos- pronto tendrán que dar un paso al frente. Esta vez ya no estará permitida esa frase oprobiosa “Todos éramos trujillistas” que hasta hoy tiene un impacto demoledor en los avances democráticos. El ‘mix’ con el borrón y cuenta nueva ya se hizo y el resultado fue que “todos somos iguales”. Y eso nunca es cierto.
Esa construcción obscena es la misma que hoy quiere hacer aparecer a los abogados defensores como los nuevos conquistadores de la Sierra Maestra. Al menos así quiere presentarse el abandono de su función de auxiliares de la justicia ante una situación cuya gravedad nadie puede discutir: los delitos existieron, los montos han sido confesados y algunos nombres son de dominio público. Todo profesional que haya aprobado axiología con nota mínima debería ayudar, si su defendido es inocente, a encontrar a los culpables sobre todo ante la gravedad de lo ocurrido, pero obstruir la acción de la justicia es definitivamente una acción condenable y peligrosa.
Igualmente la élite -o la clase política como también se la llama- ha demostrado que son todo lo que se puede esperar de ellos. Si hubiere dudas respecto de lo que afirmo, basta analizar el acuerdo casi unánime, inédito en los últimos años, entre los viejos partidos políticos a la hora de afirmar que “¡¡los míos son inocentes, los tuyos son culpables!!” Esto es francamente notable y además comprueba lo peor, están protegiendo a quienes la Procuraduría todavía no podría encartar. En esa labor de protección utilizan un lenguaje francamente preocupante al hablar de presos políticos. No estoy seguro si lo hacen por irresponsabilidad, miedo o ignorancia o a lo mejor todo eso junto, pero parece que los ‘líderes’ no tienen el más mínimo sentido de la realidad.
Sin duda, la realidad si se quiere cambiar debe primero comprenderse. Sin entrar a bucear en las profundidades, el hoy de la República exige nuevas miradas, por ejemplo asumir que la lucha contra la impunidad en algún momento tenía que llegar. No hay, ni ha habido, un solo país que resistiera las leyes de punto final y tuviera que dar paso a las comisiones de la verdad, ni uno solo. Los que por las razones que fuera mantienen amnistías –vean ustedes algunos países de Centroamérica- se están desangrando y ya nadie cree que la violencia se deba a la ´desigualdad´. La violencia se debe a la impunidad, se debe a Estados precarios, impotentes ante la necesidad de aplicar la ley.
En el plano de asumir responsabilidades no estaría mal que revisáramos la historia reciente y estudiáramos las élites aplicando el método genealógico (“acercarse al significado social de las estructuras de parentesco en sociedades que de otra manera hubieran permanecido conceptualmente ininteligibles para nosotros.” Ruiz). Ese análisis nos ayudaría a saber de verdad quiénes son y de dónde vienen los que mandan, y nos evitaría caer en la trampa de que el tema es acabar con las élites, pues élites van a existir siempre.
El problema consiste en responder a la hipótesis de que lo que se está viviendo es el producto de la calidad de la élite, de cómo se llega a ser parte de ella y que la dificultad mayor es no tener aún una nueva élite democrática capaz de superar casi sesenta años en que el mayor de los oficios ha sido impedirla, primero mediante la violencia y luego teniendo a mano la ideología neoliberal que tan bien se siente en ambientes poco democráticos. Y ¿por qué no mencionarlo? también por la ceguera de intelectuales que sólo alcanzaron a leer de corrido.
Todo es desafiante y hermoso en un contexto donde a pesar de la presunta oscuridad hay de fondo un país amable.
Nada sería peor y más triste en ese contexto que la represión o la violencia, y nada más deseable que la justicia y la perfecta delimitación de roles y responsabilidades. Digo esto y viene a mi teclado la Marcha Verde cuya exigencia de Fin de la Impunidad instaló por fin a la República Dominicana en el Siglo XXI. Cualquier intento de cambiar su carácter le hace un favor a la injusticia.
Si los movimientos sociales tienen como función poner temas en la agenda nacional, lo que ocurre con la Marcha Verde no debe llamar a confusiones. Las cosas son sencillas y nadie puede caer en la tentación de pretender que de lo que se trata es de estimular “varios” movimientos sociales. Si se imponen esos intentos provocarían una severa baja en la masividad que es la fortaleza primera de cualquier movimiento social (su transversalidad). Tampoco se debe caer en la tentación de hacer creer que los males sociales y políticos son consecuencia solo de la corrupción ni suponer que los recursos públicos malversados en beneficio privado, pueden ser “redistribuidos”. Eso, pese a quien pese, es responsabilidad de la política y naturalmente de los políticos, que deben cumplir con la imperiosa necesidad de universalizar las reivindicaciones sociales necesariamente sectoriales (Garretón).
¿Que aquí hay un déficit? Por supuesto y no se resuelve ni a las patadas ni exigiendo renuncias absolutamente delirantes. Lo primero será mirar la realidad con algo parecido al afecto, pues no es cierto que todo está malo. Habrá que ensayar miradas generosas, reconocimientos y hasta unas gotas de ternura y aceptación. Naturalmente que fuera del afecto y de la generosidad quedan los corruptos, sus partidos y sus intenciones de impunidad.